¿Y qué he de rasgarme ahora,
si es mi propia sombra la que hiere
la última fortaleza en que me hallaba?
¿Dónde conduce esta agonía inconclusa,
esta arrogancia que comienza a perecer
hija del miedo y la más terrible cobardía?
¿Por qué es tan inevitable no romperse, no olvidarse,
no descrearse, no deshacerse, no perderse?
¿Por qué es tan necesario que amanezca?
Dejadme, aquí, al cariño de la noche
donde pueda inventarme que no soy,
donde la nada me acurruque,
donde no estén mi boca silente y huidiza,
mis ojos tan ausentes, mi yo
encogido en cualquier futuro imposible
añorando lo que no podrá ocurrir.
Dejadme aquí con este ansia,
con este fuego inquebrantable,
con este lecho indivisible,
con estos muros sin vanos,
con estas tierras sin llaves.
Dejadme aquí pues lo he elegido,
no sé qué quise, no sé en que esquina,
en qué camino, en qué piedra soñé
que la batalla no estaba decidida,
que los ecos eran otros y que todavía
brillaría el azul, el rojo, el amarillo,
que de aquellos lodos apenas quedaba
el recuerdo de una sangre primeriza y agostada.
Hoy no es lo que pasa, es viento añejo,
las voces continuas desde mis rincones,
las lanzas golpeando las certezas.
Los tambores,
los tambores,
los tambores
que repiquetean,
que redoblan,
que resuenan,
que retumban,
que revientan.
Dejadme solo con los tambores,
ahí, donde más me duele,
encerrado aquí dentro,
agonizante como un atardecer robado,
como un hambre minúscula.
Dejadme hoy que me rompa y que me rasgue,
que el cierzo me lleve, que me arrastre el mar,
no me dejéis huir, no me presentéis la estepa,
no pongáis la brida a los caballos
de esas eternidades indefensas.
Hoy reina la luna,
¡que reine!
No soy rama ni escombro, solo aire.
Allá voy, al abrazo del hastío,
al abrigo sin rasguños
de esa vieja conocida
que es la eternidad menos un instante,
ese instante
en que te miré
y nada más supe que callarme.
si es mi propia sombra la que hiere
la última fortaleza en que me hallaba?
¿Dónde conduce esta agonía inconclusa,
esta arrogancia que comienza a perecer
hija del miedo y la más terrible cobardía?
¿Por qué es tan inevitable no romperse, no olvidarse,
no descrearse, no deshacerse, no perderse?
¿Por qué es tan necesario que amanezca?
Dejadme, aquí, al cariño de la noche
donde pueda inventarme que no soy,
donde la nada me acurruque,
donde no estén mi boca silente y huidiza,
mis ojos tan ausentes, mi yo
encogido en cualquier futuro imposible
añorando lo que no podrá ocurrir.
Dejadme aquí con este ansia,
con este fuego inquebrantable,
con este lecho indivisible,
con estos muros sin vanos,
con estas tierras sin llaves.
Dejadme aquí pues lo he elegido,
no sé qué quise, no sé en que esquina,
en qué camino, en qué piedra soñé
que la batalla no estaba decidida,
que los ecos eran otros y que todavía
brillaría el azul, el rojo, el amarillo,
que de aquellos lodos apenas quedaba
el recuerdo de una sangre primeriza y agostada.
Hoy no es lo que pasa, es viento añejo,
las voces continuas desde mis rincones,
las lanzas golpeando las certezas.
Los tambores,
los tambores,
los tambores
que repiquetean,
que redoblan,
que resuenan,
que retumban,
que revientan.
Dejadme solo con los tambores,
ahí, donde más me duele,
encerrado aquí dentro,
agonizante como un atardecer robado,
como un hambre minúscula.
Dejadme hoy que me rompa y que me rasgue,
que el cierzo me lleve, que me arrastre el mar,
no me dejéis huir, no me presentéis la estepa,
no pongáis la brida a los caballos
de esas eternidades indefensas.
Hoy reina la luna,
¡que reine!
No soy rama ni escombro, solo aire.
Allá voy, al abrazo del hastío,
al abrigo sin rasguños
de esa vieja conocida
que es la eternidad menos un instante,
ese instante
en que te miré
y nada más supe que callarme.
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