domingo, 22 de septiembre de 2013

El invierno del vigilante

Al final sí que fuimos islas.
Sin señales de humo,
sin botellas al mar,
nada más un oleaje
hecho de silencios
y siluetas desdibujadas
que creyeron tocarse.

Ahora deambulamos cabizbajos
por yermos de magia muerta,
presos del olvido y de nuestras palabras,
ecos del polvo de un momento,
reflejos deformes,
la oscuridad al inicio del túnel
y la deseperanza cotidiana,
de nuevo.

Creímos ser partes
y solo éramos pedazos
que flotaban
creyendo buscarse,
semillas que quisieron ser flor
con una única lluvia,
rotos
desde el principio,
ebrios de fe,
dibujos en la arena,
instantes nada más.

Fuimos.
Y ahora...
Ahora duele no saberse,
sentados en medio de un montón de juguetes rotos,
con un bote de pegamento
y todas las piezas de sobra,
mirando hacia otra parte,
buscando otros nombres,
ya
sin lugar donde ir,
sin lugar donde esconderse,
agonizando,
buscando estrellas entre las sombras,
acumulando copias,
rasgando mundos,
esperando esa palabra
que ya no pronunciamos,
esa mano que ya no tendemos,
ese paso que no daremos.
Esperando nada más vivir un poco
lejos de las ruinas,
lejos del ruido,
volver a disolverse,
a desintegrarse,
a despertenecerse,
a dejar aquel querer ser archipiélago,
a arrancarse,
a ser olvido,
nada más que olvido,
a no estar,
a no haber estado,
a reescribirse,
para seguir
siendo un momento
ya sin sentido,
ya sin abrazos,
ya sin más nudos,
ya nada más una nube,
azul, roja, infinita,
una nube sola,
lejos,
añorando,
pensando,
pensándose,
buscando
entre las tormentas
esa voz,
esa voz extraña,
esa voz inmensa
que sonó,
que llevaba en su seno
tanto,
tanto
de lo que ahora ya no queda,
tanto que el horizonte
ya queda tan lejos
que nunca,
ya nunca
volveremos a alcanzarlo.

Y ahora,
despenachados,
deshilachados,
desarraigados,
inconclusos,
desperdigados,
se nos están muriendo a borbotones
los sueños entre las manos.




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